La Operación Medusa

El día de hoy, 3 de Febrero, se cumple un año más aquí en Paraguay de la caída del régimen totalitario del Gral. Alfredo Stroessner en 1989. Un día como hoy, entonces, hace 26 años, había júbilo y algarabía en las calles de Asunción (según lo podemos ver en documentos filmográficos) aunque también tristeza por parte de quienes apoyaban la dictadura. Hasta ahora, de hecho, muchos la defienden diciendo que «en esa época se podía dormir con la puerta abierta». En fin, libertad de expresión tenemos ahora pero sin dudas habrá que seguir trabajando para llegar a un punto en esta ‘democracia’ en la que podamos votar pensando, y no mirando colores o emblemas políticos.

Considerando, entonces, lo comentado, quisiera dejar para todos uno de los cuentos que más me gusta de Roberto Fontanarrosa cuya historia transcurre en los oscuros días de la dictadura de Stroessner. La imagen que ilustra fue extraida por Portal Guaraní del libro BOTTI FOREVER por FIORELLO BOTTI.

Edit: Reflexionando sobre estos temas, recordé que ya habíamos publicado algo propio con un telón de fondo que tiene mucho que ver con todo esto: «Querido Eulalio».

botti stroes

LA OPERACIÓN MEDUSA

El general Stroessner dejó de juguetear con su gallo de riña, lo depositó suavemente sobre el escritorio presidencial y leyó un par de veces el texto del telegrama: “Ndiyaei á cuarajhi añapiré stop re guaicurú barco stop”, decía. Llamó a su edecán y pidió una comunicación con el Secretario de Defensa. Cuando la hubo conseguido, su mensaje fue muy breve. “Marito —dijo— prepara todo que la cosa marcha”. Luego colgó el teléfono, volvió a tomar en sus brazos el gallo colorado y se quedó mirando hacia el parque que circundaba la mansión con una sonrisa recóndita y pensativa. Era el 14 de junio de 1954. La “Operación Medusa” había comenzado.

Seis meses antes, un singular personaje hacía su arribo al puerto de Asunción. Era un hombre ya maduro, con ojos de expresión afiebrada, de nacionalidad húngara, llamado Bela Szalasi. Pobre información pudieron extraer de él los agentes de la policía portuaria paraguaya, salvo que se trataba de un eminente científico europeo que había trabajado en la Alemania nazi hasta casi las postrimerías del régimen y que dominaba torpemente un castellano arrevesado, misturado con vocablos del dialecto voivodino y del guaraní-tupí. Szalasi explicó a duras penas esta facilidad dialéctica argumentando que había tenido en Dresden un ayudante paraguayo, natural de Caacupé, quien lo había impuesto del idioma. Insistía además en entrevistarse con el presidente Stroessner.

El comisario Anahí Rosa Montero, de la policía secreta, poco tardó en enterarse del arribo del particular visitante. Lo hizo encerrar en una oscura y húmeda celda de la cárcel de Villa Hayes, sometiéndolo a prolongadas sesiones de ingestión de tereré, la infusión aromática propia de los indios ayoreos que —consumida en grandes cantidades— actúa sobre el sistema nervioso con efectos hipnóticos, afloja la lengua y precipita la incontinencia urinaria. Dos horas después, al borde del delirio y babeante, el científico magyar insistía en hablar con Stroessner aduciendo que traía, dentro de los tres baúles abandonados en el puerto, el secreto de una fórmula infalible para que la República del Paraguay se convirtiese en potencia mundial. Anahí Rosa Montero vaciló. Temía hallarse ante una nueva conspiración contra la vida de su presidente. Stroessner ya había sobrellevado siete atentados, en su corto período como mandatario. El último, quince días atrás, cuando un burro cargado con hojas de pita e hilo sisal, había estallado al paso de la comitiva presidencial, en el elegante paseo de Vista Alegre.

Stroessner había salido del paso solo con rasguños, pero su asesor de imagen, Idalino Gaspar Paniagua, sufrió la pérdida de un ojo y de la voz, debiendo ser reacomodado al frente del Ministerio de Comunicación. Pese a sus lógicos reparos, el comisario Montero tomó una rápida decisión: envió sus hombres a revisar exhaustivamente los baúles del recién llegado, en procura de constatar sus argumentos.

La versión del húngaro pareció corroborarse. Las amplias cajas contenían una enorme cantidad de papeles donde se leían formulas extrañas y ecuaciones que escapaban al conocimiento de los actuantes. Montero entendió que Szalasi no era peligroso, al menos en lo personal, y que su propio cargo corría peligro si no llevaba al recién llegado ante Stroessner.

La propuesta podía resultar al fin y al cabo, importante. Sin embargo, dos cosas contenían aun a Montero: un extraño escapulario que colgaba del fláccido cuello de Szalasi, conteniendo unas hebras de cabellos; y el antecedente de haberle presentado a Stroessner, un año antes, un importante empresario artístico norteamericano quien terminó proponiendo a todo el gabinete la conformación de un ballet folclórico conjunto paraguayo-canadiense. Cimentaba la oferta en la similitud de los grandes lagos de la zona de Ottawa con la laguna azul de Ipacaraí.

Una semana después, cuando ya se le había pasado el efecto nocivo del tereré y dejaba por fin de balbucear incoherencias, Bela Szalasi se entrevistó con el presidente paraguayo en su residencia privada de »Los Azahares». Y allí lo impuso de su proyecto.

—Tengo para ofrecerle —expresó, en un castellano que había mejorado sensiblemente con los interrogatorios— una fórmula científica de mi pertenencia, que puede colocar a su país al frente de las potencias mundiales.

Los ojos de Stroessner brillaron, como así también los de su Ministro de Defensa, el mariscal Cecilio Esteban Mercado. Mercado abrigaba en su estómago militar los retorcijones de la humillación en la guerra de la Triple Alianza, con la derrota final de Solano López y la posterior declinación de su patria. Por eso, cualquier atisbo de llevar a su país a los primeros estrados de la figuración, lo llenaba de ansiedad y exaltación, aun proviniendo de un ignoto científico centroeuropeo que bien podía ser un aventurero o un loco.

—La fórmula definitiva para hacer crecer el cabello —anunció Szalasi, sin prolongar demasiado la incógnita. Stroessner se revolvió en su asiento, Mercado percibió cómo las doradas charreteras de sus hombros se abatían y el comisario Montero supuso que ya no sería suficiente el tereré y habría que pasar directamente a la eficaz prueba del hormiguero. Lejos de arredrarse, Bela Szalasi prosiguió su discurso con la seguridad de los iluminados.

—El cáncer, la fiebre amarilla —enumeró, ya de pie—, la tuberculosis, la sífilis y también el tifus, han sido, son y serán solo engañosas cortinas de humo con las que los gobiernos han tratado de ocultar el único, definitivo y real problema que aqueja al ser humano: la calvicie.

Los tres hombres que lo escuchaban volvieron a prestarle atención.

Cualquiera de los otros problemas que les he enunciado —prosiguió Szalasi— está en vías de solución, o ha sido solucionado con el advenimiento de las sulfas. El cáncer mismo llegará un día en que será vencido. Pero, hasta el momento, la calvicie es una afección terminal que ataca a cualquier persona, sin distinción de credos ni banderías. El país que logre la fórmula para vencerla será, sin duda alguna, líder en el concierto de las naciones.

Stroessner miró fijamente a sus asesores. Szalasi aprovechó el silencio. Tomó sus voluminosas carpetas y comenzó a explicar sus estudios sobre el tema.

—Eso tendrá que hablarlo con nuestros expertos —lo cortó Stroessner—. Con Celso Gaspar Aquino, por ejemplo, que ha conseguido logros increíbles en el rubro veterinario estudiando el ita, el piojo de la gallina. Pero ahora díganos qué éxitos ha obtenido con sus trabajos.

—La derrota de Stalingrado precipitó el final de nuestros estudios —volvió a sentarse, cabizbajo, Szalasi—. Yo dirigía un equipo integrado por dos alemanes, un inglés y hasta un ruso. ¡Dos meses, solo dos meses más que hubiéramos resistido la invasión soviética y Hitler hubiese tenido en sus manos la fórmula definitiva de mi descubrimiento! Hablé con él una semana antes de lo de Normandía y cifraba más esperanzas en nuestros avances en materia capilar que en el perfeccionamiento del Messerchmitt ME 163 impulsado a reacción.

—Szalasi —repitió, severo, Stroessner—. Dígame qué éxitos obtuvo su equipo con esta fórmula. Ya me habló del proyecto. Quiero realidades.

El húngaro se quedó observándolo en silencio. Luego, una débil sonrisa jugueteó por sus labios. Sus manos manipulaban el pequeño escapulario que pendía de su cuello. Se inclinó hacia adelante y, ante la vista atenta de sus interlocutores, abrió el misterioso receptáculo de cobre, que no tenía más de cinco centímetros de diámetro.

—Observen —dijo, sacando de allí dentro, unas delicadas hebras de cabellos. Como quien manipula algo delicadísimo, las colocó en el centro de la mesa, delgadas líneas ocres sobre el blanco mantel de ñandutí—. Pertenecían a Mussolini.

Los tres hombres miraron alternativamente y asombrados al húngaro y al manojo de cabellos.

—Mussolini era completamente calvo —se exaltó Montero.

—Antes de tratarse con mi adelanto —dijo Szalasi—. Los tristes sucesos de Dongo, en Lago di Como, cortaron toda posibilidad de seguir adelante.

A mediados de abril de 1955, la Planta Revitalizadora de Ybyrana-tyma guazú, no demasiado lejos de Villarrica, estaba prácticamente terminada. El gobierno paraguayo había invertido más de 300.000.000 de guaraníes (algo así como 7.000.000 de dólares al cambio de la época) en llevarla adelante, contra la oposición, como siempre, del Ministerio de Hacienda. A pesar de la magnitud del proyecto —que incluía la construcción de una represa en Boquerón (Szalasi alegaba que para que cualquier cosa brotara hacía falta agua)— la labor se había hecho en el mayor de los secretos. Para evitar filtraciones con la información y aislar los trabajos de la curiosidad pública, la planta se había emplazado en la confluencia de los ríos Mbaracayú y Salado, zona absolutamente selvática, húmeda e inaccesible, habitada por los belicosos indios guairas, aborígenes con bien ganada fama de antropófagos y amigos de lo ajeno. El curso de los acontecimientos (el desbrozamiento del terreno y traslado de las pilas de experimentación demandaron un esfuerzo y un sacrificio humano solo comparable con el de la construcción del Canal de Panamá) fue contestando, una a una, todas las preguntas que pudieran formularse en torno al, en apariencia, demencial proyecto de Szalasi.

A fines de marzo de 1959, el mismísimo general Stroessner se apersonó a fiscalizar las obras, dejando de lado, por un momento, la dirección organizativa del 5ºSimposio de Guarania a realizarse en Pozo Colorado, con la participación, inclusive, de becarios asiáticos. Las continuas lluvias, los derrumbamientos de lodo y la persistente oposición de los guairas (que habían publicado una serie de duras solicitadas en el ABC Color, denostando el proyecto) originaron un considerable retraso en las obras, lo que inquietaba al mandatario. Pero no solo eso lo perturbaba. Otra pregunta, además, se había instalado en su cerebro de lógica sudamericana.

—¿Qué lo motivó a usted —preguntó Stroessner a Szalasi apenas lo localizó— a elegir Paraguay para llevar adelante su proyecto, y no cualquier otro país, digamos, más desarrollado?

—Yo le conté, General, en su oportunidad —respondió el húngaro— que tuve la suerte de contar con un colaborador paraguayo, Catalino Rosa Montiel en mi laboratorio de Dresden.

Lamentablemente, él murió en el terrible bombardeo en marzo de 1944. Pero antes de que eso ocurriera, Montiel me habló sobre los indios guairas y la reciedumbre de sus cabelleras, que los acompañan toda la vida. No habrá visto usted, presidente, un indio calvo, en todas sus recorridas a lo largo y a lo ancho del país.

Stroessner asintió con la cabeza.

—Con Montiel llegamos a la conclusión de que posiblemente, la hoja de mbocayá, que los salvajes consumen como digestivo, constituya el secreto de la durabilidad de su cabello. Y como usted sabrá, el mbocayá es un árbol leguminoso de la familia de las verbenáceas que solo se da en esta zona.

Stroessner estuvo cavilando sobre aquella consistente razón durante todo el viaje de vuelta hasta el Casino de Carmencita. Y por lo pronto ordenó al mariscal Mercado que terminara con los bombardeos de escarmiento contra los feroces guairas.

Para el otoño de 1961 ya la paciencia del presidente Stroessner tocaba a su fin. Szalasi había pedido nuevas remesas de dinero paro completar las plantas potabilizadoras y las dos enormes turbinas de desgrasado capilar que se levantaban como un par de domos de estremecedor brillo por sobre las copas de los ituríes, ceibas, tilas y espicanardos del lugar. Se temía, con cierta manía persecutoria, que Bolivia iniciara maniobras de espionaje en la región, alertada por el movimiento de tropas. Procurando instrumentar una maniobra de diversión sobre las verdaderas razones del tráfico de camiones, el mismo gobierno paraguayo echó a rodar el rumor de que la Marina Paraguaya estaba construyendo, allí, una fábrica de cañones navales. El martes 19 de noviembre Stroessner fue llamado por su edecán a su discreto retiro de la Suite Austriaca del lujoso prostíbulo «Pájaro Campana», en las afueras de Asunción. Las dos adolescentes que estaban tañendo para él los dulces arpegios del arpa paraguaya, se retiraron en silencio y el presidente, torvo y ansioso, volvió a «Los Azahares». Allí lo esperaba un radiante Szalasi.

—Tengo algo para mostrarle, presidente —le dijo con ojos afiebrados. Y sin demora alguna abrió ante Stroessner una carpeta. Allí dentro, unidos por pegamento a tres rectángulos de cartulina blanca, había tres diferentes segmentos de cabello.

—Lacio en tono oscuro —señaló Szalasi—. Crespo mota en castaño rojizo. Y levemente ondeado en negro mate.

Stroessner bufaba de satisfacción.

—¿Cuál es el próximo paso, en consecuencia? — preguntó, ansioso.

—Experimentar, de una vez por todas, sobre seres humanos. Requiero, al menos, un voluntario.

Stroessner se paseaba por el recinto, carpeta en mano.

—Admito que no será fácil conseguirlo —Szalasi se restregó las manos—. Ocurre siempre cuando la ciencia debe probar sus adelantos.

—No sabe usted en qué país se encuentra trabajando —sonrió Stroessner, despectivo—. Está usted en un país donde viven hombres que darían la vida por su patria a una mínima orden de sus superiores. En Curupaití perdimos 400.000 soldados, Szalasi, y otro tanto en Ñacunday… ¡Ojeda! —gritó. El edecán abrió la puerta, alarmado—. Que venga el coronel Aceval.

El coronel Aceval era un rudo soldado de la caballería, de contextura morruda, no muy alto, típico modelo antropométrico del nativo de la zona del Iguazú, con el aplastamiento de vértebras propio de quien se arroja día a día en los monumentales saltos de agua de la región. Era absolutamente calvo, por otra parte. En no más de cinco minutos, el Presidente lo puso al tanto de la situación.

—Usted pasará a la historia grande de Latinoamérica —lo tomó por un brazo, Stroessner, emocionado—. Se pondrá a las órdenes del profesor Szalasi y dentro de cuatro meses lo presentaremos a la prensa mundial como el hombre demostrativo del milagro.

—Cinco meses, Presidente —atemperó Szalasi.

—¿Qué prefiere? —Stroessner mostró la carpeta a su subordinado. Este la estudió con detención.

—¿No habría algo en rubio, ondeado? —preguntó al fin. Stroessner miró a Szalasi.

—Hasta que no estén listas las bateas de procesado medio, no será posible —se encogió de hombros el húngaro—. No tenemos problemas mayores con el lacio, pero para las prensas de curvatura no nos han llegado aún las matrices. Y deberíamos contar también con un laboratorio de dorado a la hoja.

—¿Cuánto costaría eso? —preguntó Stroessner.

—Un millón más, Presidente.

—Lo tendrá. En cuanto a usted, coronel — Stroessner giró hacia Aceval—. Déjese de joder con el rubio ondeado. Eso queda para los gringos maricones ¡Lo suyo es un buen cabello oscuro crespo, como el de los hombres de nuestra tierra!

Durante los cuatro meses siguientes una notable expectación podía palparse en la cúpula del poder, aguardando el momento preciso. No había sido posible guardar el secreto del «Proyecto Medusa» y, si bien confuso y tergiversado, en las tabernas portuarias de Encarnación y Puerto Adela, en las riñas de gallos de Tembetary y hasta en las bailantas de Indalecio Parodi, los corrillos aseveraban que algo importante estaba por ocurrir en los más altos niveles.

Para comienzos de 1963, Iselín Santos Covarrubia, embajador itinerante paraguayo frente a los reinados europeos, invitó formalmente a la Reina Isabel II, al Príncipe Rodolfo de Habsburgo y al ya renombrado periodista inglés Graham Greene, a visitar Asunción hacia fines de diciembre, pretextando la celebración del cumpleaños de la pequeña Amapola Sberri, hija natural de una de las predilectas del Presidente. Sin embargo, en los círculos cercanos a Stroessner, un trasfondo de preocupación comenzó a crecer cuando pasaban los días y no había ninguna noticia de Szalasi, el coronel Aceval y los avances del experimento. Finalizando ya el año, Stroessner, inmovilizado en cama debido a una dolorosa culebrilla asintomática envió al comisario Montero hasta Ybyrana-tyma guazú en busca de una respuesta concreta. Las lluvias estacionales, algunos incendios de maleza y varias correrías de los inconquistables guairas habían aislado la zona cortando cualquier tipo de comunicación. Montero regresó una semana después, con una carta de puño y letra de Szalasi para el presidente: «Estimado amigo. Imprevisibles contratiempos en el proceso de eliminación de seborrea han retrasado nuestro proyecto. Superados los inconvenientes abordaremos la fase final en nuestro trabajo sobre la superficie craneana del coronel Aceval y, en menos de lo que canta un gallo de riña — se había permitido el chascarrillo— tendremos una muestra acabada y perfecta con la cual asombrar al mundo e iniciar la venta de patentes. Lo mantendré informado».

Stroessner, en su lecho de enfermo, estrujó la carta con gesto convulso. Lo inquietaba vivamente aquella frase «Superados los inconvenientes, abordaremos la fase final…», que revelaba que los obstáculos no habían sido aún salvados y que no se había reanudado el trabajo.

—¿Vio usted a Aceval? —preguntó al comisario.

—No me lo quisieron mostrar —respondió éste—. Szalasi dijo que lo mantenía en un bunker cerrado porque la intemperancia del clima podía arruinar lo poco que se había alcanzado hasta ese momento.

El presidente bufó.

—Pero Szalasi me dio esto para que se lo muestre —Montero sacó de uno de sus bolsillos superiores —el cubierto por condecoraciones— un mínimo papelito blanco, cortado burdamente a mano, plegado en dos. Con infinito cuidado se acercó a su Presidente y abrió el papel frente a sus ojos. Casi invisible, sobre el ángulo del doblez, podía verse un milimétrico pelo oscuro, poco más de una pelusa, que no alcanzaba medio centímetro.

—Esto es lo que le ha crecido a Aceval —informó—. Szalasi no quiso mostrarme nada más. Dijo que quiere que sea una verdadera sorpresa.

Stroessner giró en su cama, procurando no apoyarse sobre las curaciones de tinta china. Su rostro mostraba un gesto amargo. El acerado estilete de la duda le traspasaba el alma.

El 28 de octubre de 1964, una estremecedora explosión arrasó con casi la totalidad de la Planta Revitalizadora de Ybyrana-tyma guazú. Nadie supo nunca si el siniestro ocurrió debido a una falla en el sistema energético, a un atentado atribuible a los servicios de inteligencia bolivianos, o a un sabotaje perpetrado desde adentro mismo de la planta. Algunos dijeron que el profesor húngaro Bela Szalasi murió en el incendio desatado tras la explosión y que su cuerpo quedó completamente irreconocible. Otros insisten en sostener que se había marchado de la planta dos días antes de la explosión informando que viajaba a Asunción a reclamar las nuevas remesas de dinero. Hay quienes, aún hoy, culpan a los irredentos guairas y persisten en mantenerlos alejados de los circuitos turísticos que podrían aportarles módicas ganancias. Del abnegado coronel Aceval, en cambio, se halló su cuerpo parcialmente quemado. No pudo saberse qué efecto había tenido sobre él la marcha del experimento porque, lógicamente, el intenso calor había borrado todo vestigio de vello o cabellera. Pero, alimentando aún más la riqueza de la leyenda que habría de desatarse desde la fecha del siniestro, las cuadrillas de rescate encontraron, en un bolsillo del pantalón de Aceval, un peine de plástico marca Pantera, milagrosamente intacto. De la »Operación Medusa», por tanto, solo sobrevivió la leyenda, engrosada por una multitud de rumores y supuestos que desde el mismo gobierno, se procuró tapar, disimulando el gasto monumental que significara el emprendimiento. De la Planta Revitalizadora de Ybyrana-tyma guazú, apenas queda una de las naves de procesado, sobresaliendo angustiosamente entre la vengativa vegetación. Reluce aún ante el asalto de enredaderas, musgos, líquenes y parásitas. Y constituye —para todo aquel que se anime a visitarla en el corazón mismo de la tierra de los guairas— la prueba inequívoca de un episodio al cual el paso del tiempo no ha iluminado con la claridad necesaria.■

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