Una mañana más

La siguiente entrada viene de la mano de un autor invitado: Francisco J. Montiel A., quien nos ha solicitado publicar esto en nuestra plataforma y hemos accedido de buen grado. Sus enlaces de contacto, bajo el título.

I. Una mañana más

por Francisco J. Montiel A. @fjkmontiel 

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Y pasa que Javier había trasnochado nuevamente. Si bien a sus treinta trasnochar era, no sólo un delito en contra de su propia humanidad, sino, total, cabal e íntegramente Un Delito en contra de Su Humanidad debido a unos que otros problemas neuronales (resultados claros de su tendencias autodestructivas y adicciones a ritmos de vida poco sanos de años atrás) cuando él vivía trasnochando. 2:40am le decía el reloj analógico del teléfono Samsung J1 que portaba al momento de ir a dormir a su departamento. Y si bien, eso técnicamente no era trasnochar, para él sí que lo era.

Cada vez que llegaban las 00:00, no importaba el día, no importaba el lugar, la ocasión o el motivo, él siempre escuchaba dentro de su mente, como un recordatorio continuo, la voz de su neurólogo, en aquel entonces Jefe de demencia del Instituto de Previsión Social (uno de los mejores servicios médicos prepagos del Paraguay) advirtiéndole en tono calmo pero serio –muy serio, demasiado serio para su gusto– “Francisco, si bien tienes 25 años, tu estado neurológico es el de un señor de 50. Si no te cuidas, no puedo predecir lo grave que será tu estado neurológico cuando llegues a esos 50”. Además de recordar el desborde y consecuente quiebre emocional que ocasionó años atrás el haber jodido su cabeza de esa forma, las experiencias de quedar ciego totalmente, el haber perdido la motricidad de su mano derecha y el haber tocado el fondo del oscuro pozo de la depresión. Todo corría en cuestión de segundos y, a 5 años de ese suceso, aún lo tenía presente cada vez que se encontraba despierto a altas horas de la noche mirando el reloj.

Cuando al fin pudo recostarse en su sommier, sólo pidió por un dormir sin sueños, como todas las noches. Ocurre que, las pocas y contadas veces que Javier soñaba, se percataba que los amaneceres eran más duros, el dolor de cabeza y la sensación de no haber dormido y de haber estado trabajando frente a un computador toda la noche sin descanso eran brutales para él. Sólo cuando dormía tan profundo que no recordaba haber soñado, ni siquiera recordaba haberse movido, cuando sentía que sólo cerró los ojos y se ausentaba de todo y volvía a aparecer de la nada horas después, al volver a abrir los ojos, ahí sí sentía que había descansado.

***

Esa mañana sonó su despertador. Claro está no lo sintió, ni tampoco ninguna de sus 7 alarmas siguientes. Naturalmente despertó a las 7:23. “Mierda, otra vez me quedé dormido” pensó y tomó el teléfono para informar a su superiora que llegaría tarde, una vez lleguen sus inquilinos y él pueda salir con confianza sabiendo que alguien quedaba al tanto en su hogar.

Se levantó de la cama, entreabrió la puerta del departamento y una llegó. “Bueno” pensó, y fue a darse una ducha y a maquillar su rostro con agua fría, para que nadie notase las marcas del cansancio en sus ojos al salir del departamento. Se preparó con prisa, en piloto automático.

Normalmente en ese horario Javier no pensaba. Estaba en silencio, sin pensamientos, sin ideas, sin emociones, sin recuerdos. “En paz”.

Su cuerpo se movía en base a la misma rutina predeterminada de lunes a sábados; tomaba el vaquero, el desodorante, la camisa que estaba de turno (el 90% de su indumentaria era prácticamente igual, así evitaba esos eternos e inoportunos debates filosóficos y teológicos para definir “¿qué carajos me pongo para salir?”), las medias, el talco, su Marluvas punta de hierro, el cotonete, la billetera en su bolsillo frontal junto con su teléfono celular, su cutter, el manojo de llaves de todas las edificaciones de los terrenos de sus viejos… ya con el perfume puesto, al fin estaba equipado para afrontar una mañana más.

En ciertas mañanas, en el proceso de vestirse, al terminar con el talco, por azares del destino quedaba como en corto, mirando al frente, en silencio, sin pensar nada, sólo mirando al frente, inerte, como si estuviera apreciando algo que nunca existió. Luego de minutos, él se percataba de que nuevamente estaba –como él decía– “en trance”. Solía decir entonces “qué carajo” pronunciando las palabras de forma lenta y graciosa (evocando aun otrora amigo argento, petiso y de pelo largo que, años atrás, en varias madrugadas de vigilia laboral indirectamente lo ayudó con su ejemplo de vida a despertarse y pelear para romper su círculo de confort y luchar contra la depresión). Esta mañana estaba sucediendo de nuevo.

***

7:45am decía el reloj digital del móvil cuando consultó la hora al salir del trance y sentir el movimiento fuerte de sus inquilinos abriendo su local.

Ahora ya puedo ir” se dijo, pero antes decidió ir a “la casita de los viejos”.

Recorrió los 20 metros que daban del edificio donde se encontraban los alquileres y el pequeño departamento que él ocupaba (su “cueva”, como él la solía cariñosamente llamarlo). Mientras cruzaba no podía evitar apreciar el imponente árbol de mango que se erigía en medio del terreno, y que con sus 4 a 5 metros de altura era para él un memento mori, que evocaba el recuerdo de los que ya se habían ido: Su bisabuelo, Don Victorio Gómez, quien 64 años atrás, al establecerse en esa tierra, lo primero que hizo fue sembrar ése árbol de mango; de su abuelo, Don José Arzamendia, quien cuidó la herencia familiar… Y también le recordaba a su padrino Luís Alberto Zarza, quien lo crío y dio guía cuando Javier, en su segunda infancia, no contaba con la presencia de su padre.

Llegó a la casa. El silencio calmo de esa mañana era una sorpresa ya que su padre, Don Francisco Montiel, estaba dormido.

Javier se acercó suavemente al dormitorio, sin hacer ruidos, temiendo despertarlo. Al verlo dormido en la distancia, sonrió por la alegría de verlo así (debido a la enfermedad de su padre, era muy raro encontrarlo durmiendo. El trastorno de sueño crónico es algo muy difícil de sobrellevar si no es tratado y Javier lo sabía gracias a su propia experiencia). Decidió irse sin despertarlo.

Con la mirada fija, se movió rápida y silenciosamente, rotando el cuerpo hacia la derecha como para retomar su trayecto y salir de la casa.

En esos segundos notó un detalle que lo hizo parar bruscamente.

Y es que el hecho que su padre estaba dormido, sin almohada, sobre el duro apoyo de madera de su cama, daba a entender que algo no estaba bien. Se acercó unos metros y no escuchó ningún ruido. Ni siquiera el del ronquido de su padre. Al ver un pie sin su zapatilla y la silla que usaba de apoyo movida de lugar notó que nada estaba bien.

Está muerto” pensó.

Si bien él era una persona multifuncional (estaba dotado de la capacidad de pensar múltiples cosas a la vez, coherentemente, y en muchas ocasiones Javier podía simultáneamente pensar mientras realizaba cualquier tipo de acción sin cometer errores o sufrir distracciones) a medida que se acercaba a su padre y reconfirmaba su primer pensamiento, no pensaba nada más que eso. No quería aceptarlo. Lo movió, lo zarandeó, la adrenalina hizo que lo levante como si nada, con mucha facilidad, mientras sentía su cuerpo frío, mientras lo tocaba. Al no sentir respiración alguna lo golpeó en el pecho y le agitó la cabeza, tratando de reanimarlo, como si estuviera sólo profundamente dormido y debiera despertar en cuestión de segundos.

Esperaba que su padre despierte, le dé una sonrisa y una exclamación de alegría al verlo, como siempre hacía su viejo cada vez que lo veía por primera vez en el día.

Al cabo de los pocos segundos de adrenalina y ansiedad, el silencio continuaba y él se encontró nuevamente sentado, mirando fijamente a la pared. Esta vez no estaba enajenado, no estaba en trance. Simplemente no pensaba en nada. Ya había confirmado que el cuerpo inerte a su lado fue el de su padre, ahora muerto.

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