Luces de madrugada

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La escarcha cubría el pasto en todas las direcciones y hacía un poco más luminosa aquella madrugada al reflejar la pálida luz de luna llena que caía hacia el horizonte. El aire frío se colaba a través de las fosas nasales hasta los pulmones de Julián, pasando antes por entre los hilos que formaban la tela un pañuelo blanco. No había forma de evitarlo, tenía que respirar, y con suficiente velocidad como para airearse correctamente: Julián andaba al trote.

Las fuertes botas iban dejando marcas en el suelo, el registro de que el día ya había comenzado aunque fueran recién las 4am. En exactamente ocho minutos recorrió los mil metros que lo separaban del techito de la estación del tren, ya en desuso, donde se permitió aminorar apenas la marcha. Julián estaba en tiempo, pero el ligero entumecimiento de las manos le daba la señal inconsciente de que se diera prisa.

Diez minutos —y el cruce de una vía después— llegó al local. Chupó un mate que le pasó Don Galíndez al llegar y se dispuso a quedar manos a la obra desataviándose de su saco —que había quedado algo húmedo por la caminata todavía nocturna—.

La tenue luz que ofrecía el foco de 25 watts alumbraba estrictamente la posición de trabajo de Julián y no mucho más. Al cabo, en menos de una hora y media el sol aparecería por las ventanas que dan al noreste e iluminaría la nave de la fábrica con su luminosidad pareja en todos los rincones.

4:38 AM, hora local, fue cuando aquello comenzó. Julián vio como la lúgubre —por lo mal iluminada— fábrica empezó a resplandecer por dentro. Luces multicolores, del rojo al púrpura pasando por todos los colores concebibles en el medio del espectro. Y los espectros multicolores se convertían en algunos casos en figuras: guerreros, leones, libélulas y jazmines.

Las sensaciones auditivas acompañaban también. Sonidos de la naturaleza como el goteo de la lluvia, el gorjeo de pájaros, el sordo desprendimiento de un glaciar, se entremezclaban con lo que juraba Julián que podía ser música clásica: Sinfonías de Bach, Beethoven y Mozart. Orquestas de cámara y pianos grandiosos. Todo al unísono pero en perfecta armonía.

Aromas de los más extraños empezaron a invadir las mismas fosas nasales que minutos antes tenía secuestradas el frío. Nuevamente mezclas. Desde los más acres hasta otros bastantes dulzones que Julián interpretaba como pastelitos de membrillo recién fritos. Pero el olor podía al instante trastocar en bosta de vaca o puchero bien caliente.

Trató Julián con todas sus fuerzas volver a recobrar el dominio de sus sentidos y lo primero que exclamó, para alguien que lo escuchaba a lo lejos fue:

—¡¿Qué carajo le puso al mate, don Galíndez?! —y una sonora carcajada terminó de devolverlo a la realidad.

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